El intenso calor del noviembre africano se aligera, con la brisa del mar que me alcanza en la cubierta del ferry que va del puerto de Dakar a la pequeña isla de Gorée.
Rodeado de mujeres con coloridos vestidos floreados, y hombres que visten mezclilla y camisetas de futbol, mis ojos contemplan el océano Atlántico que me separa de América.
El ruido y actividad de Dakar quedan a lo lejos, y son remplazados por la calma provinciana de Gorée. Oficialmente son la misma ciudad, pero en realidad se trata de dos mundos aparte.

Paraíso con triste pasado
Llegué a Senegal la noche anterior, con esa mezcla de emoción y miedo de que se tiene al estar en un lugar desconocido. Tras años de viajar, y de moverme con comodidad por toda Europa, decidí expandir mis fronteras, por lo que me hice la promesa de no volver a México sin pisar África.
La elección de Senegal fue casi casual, producto sólo de un boleto de avión a buen precio. Pero la fortuna sonrió, pues con el país definido averigüé que era considerado el mejor destino para quien visita el África negra por primera vez: una infraestructura adecuada, gente que hace gala de la tradición musulmana de recibir bien al visitante y una ecléctica mezcla de atractivos naturales y culturales, permiten que éste sea el terreno ideal para que el viajero que llega tan lejos de casa aprenda a moverse en un mundo diferente.

El ferry atraca en el muelle, y los pasajeros bajamos a una amplia playa, que se extiende más allá de los comedores que sirven platos como el thieboudienne y el pollo yassa.
Gran parte de los caminos de la isla no son sino arena flanqueada por coloridas casas, que ocasionalmente se abren en grandes patios donde se fabrican y venden artesanías o donde los niños interrumpen sus juegos cuando me asomo, provocando que sonrían y agiten sus manos con emoción para llamar mi atención, mientras me gritan una palabra en wolof que, más adelante sabré, significa “blanco”.
La calma que se respira no siempre existió. De hecho, no son ni las playas, ni la tranquilidad lo que atrae a la gente aquí: del siglo XV al XIX, la isla fue una locación del comercio de esclavos, y hoy el lugar recuerda uno de los actos más inhumanos en la historia mundial.
Una pequeña vivienda de fachada roja, es la que narra este pasado con más claridad. Se trata de la casa de los esclavos, uno de los edificios más antiguos de la isla y donde una familia francesa apresó a cientos de personas antes de venderlas como mercancía.
Es especialmente impactante la llamada puerta del no retorno, una abertura en la pared desde donde los esclavos eran directamente embarcados a los navíos que los llevarían a América, y donde el único escape era caer en las fauces de los tiburones.
Pero, en el pequeño museo habilitado en lo que fueron habitaciones y jaulas, también se siente terror aprendiendo como las mujeres buscaban embarazarse de oficiales franceses para asegurar su libertad como madre de niños blancos, o contemplando las cadenas usadas para dejar sin movimiento a los desafortunados que eran atrapados por los esclavistas.

Al salir del museo, llega el momento de reencontrarse con las bellezas del lugar. Si la mitad de la isla está cubierta de arena, la orografía cambia conforme me alejo del muelle.
Al otro extremo encuentro unos riscos, máxima altura del lugar, y que han sido escenarios de películas de Hollywood; así como los equipos de comunicación usados durante la segunda guerra mundial.
A lo largo de todo Goreé, artesanos abren sus talleres para mostrar como en pocos segundos crean imágenes con arena de colores, mismas que ofrecen al visitante para que las adquiera antes de volver al continente.
La costumbre es siempre regatear el precio, pero de no querer comprar es necesario ser claro y firme, de lo contrario es imposible quitarse a los vendedores de encima.
Tan cerca de América
Si hubieran podido estar en la cubierta del barco, lo último que los africanos hubieran visto de su tierra rumbo a América, hubiera sido Pointe des Almaides, el punto continental más occidental del viejo mundo.
Por ende, al estar de pie en sus rocas bañadas por las olas del mar, me encuentro geográficamente más cerca de América de lo que he estado en cualquier ciudad europea. Esa simple característica lo convierte en un lugar digno de todo trotamundos que recorra Senegal.
Fuera de la anécdota, Pointe des Almaides es el vecindario más exclusivo de la capital. De poca extensión, sus dos avenidas son flanqueadas por lujosas casas, hoteles exclusivos, un centro de conferencias y por la embajada de Estados Unidos.
Su rocoso extremo contrasta con este ambiente exclusivo al alojar un mercado de artesanías y una decena de modestos restaurantes sin pretensiones, que recuerdan changarros de playa mexicanas.
Pointe des Almaides, igual que el puerto de donde parten los ferrys, son parte de la península de Cap-Verd, la zona geográfica que incluye a la capital, y donde las corrientes de aire llevan humedad del mar, lo que permite a la vegetación crecer con facilidad.
Ello distingue la zona de las dunas de arena y la sequedad del norte del país. Pues al ser la primera nación al sur del desierto del Sahara, Senegal es en gran medida un país semidesértico.
En la península también se levantan dos conos volcánicos, las Deux Mamelles que, a pesar de apenas superar los 100 metros, son el punto más alto de la ciudad.
En uno de ellos, se levantó en 2010 una gigante escultura, con pretensiones de ser la Estatua de la Libertad del continente, el Monumento al Renacimiento Africano.
Representa tres figuras talladas en bronce: un hombre, una mujer y un niño, con la vista en el horizonte, reflejando la idea de que el continente supere sus problemas y tenga un mejor futuro. Es la estatua más grande de África.
En la colina gemela, la cima es coronada por un faro, cuyo interior se puede conocer pagando una propina al encargado.
También resulta de interés subir a pie por un camino, a lo largo del cual se pueden ver aves de vivos colores, y una extensa población de arañas que hacen su hogar entre los arbustos de los costados.
Conviene andar con tiento, pues el escaso tráfico vehicular lleva a que algunas tiendan su red en medio del camino. Lo que puede llevar a un inesperado e indeseado encuentro cercano.
La península también incluye el barrio de Plateau, donde se encuentran las pocas casas coloniales que sobreviven, así como la antigua estación de tren y los museos de la ciudad, donde se distingue el IFAN, dedicado al arte africano.

Los alrededores
Cerca de Dakar, se encuentra una de las atracciones turísticas más importantes del país.
Para llegar a ella me aventuro, sin conocer los idiomas locales, a viajar en los microbuses senegaleses, que resultan más amplios y cómodos que los mexicanos.
Tras un transbordo y cerca de una hora de viaje, llego al Lago Retba, mejor conocido como Lago Rosado, por la extraña coloración de sus aguas que llaman a cientos de visitantes.
Aunque las fotos promocionales prometían un agua de tono pepto-bismol, la realidad es que sólo en contados días, que mezclan varias condiciones climáticas, el agua toma ese color.
No tengo la suerte de visitarlo en una de esas jornadas, hoy lo veo como es realmente, color rosa, pero mucho más deslavado, aunque eso no quita interés al lugar.
El tono de las aguas se debe a la presencia de un alga que crece en aguas con alta concentración de sal, y que permite flotar con extrema facilidad al bañarse en el lago Retba.
La salinidad también provoca que, aparte del turismo, la extracción de sal sea la principal actividad de la zona, donde es posible visitar a los trabajadores haciendo su tarea artesanalmente, aunque teniendo la precaución de no fotografiarlos, cosa que los enoja.
La alta cantidad de sal es peligrosa en baños largos, como lo evidencian las barcas carcomidas que se resecan bajo el intenso sol. Pero un baño corto es incluso recomendable, pues las algas del agua tienen propiedades antioxidantes y se usan en cosméticos.
Tras comer en una palapa con vista al lago, tomo el camino de vuelta a Dakar, que será la base para continuar la aventura y conocer otros rincones de la geografía senegalesa.
Una vez que el viajero aumenta sus horizontes, siempre se quiere ir más lejos.